·"Una receta no tiene alma, es el cocinero quien debe darle alma a la receta".


12/15/2014

TALLER DE AJO CALIENTE Y DEGUSTACION DE 3 MOSTOS EN LA TINOTECA

El pasado domingo, 14 de diciembre a las 13:00 horas, en LA TINOTECA de Jose Tinoco Carrasco 
Autoservicios Tinococ/Marianista Cubillo, 7, Cádiz, junto al Colegio San Felipe Neri. 
El investigador gastronómico, Manuel Ruiz Torres, fué el encargado de darnos una introducción al orígen, historia y costumbres de este clásico alimento que  se suele tomar en época de mostos y acompañado de ellos.
Según la antropóloga Isabel González Turmo, se pueden clasificar principalmente en : Ajo Molinero, Ajo Viñero y  Ajo Lebrijano.
El origen de este plato, es muy antiguo. Antes del descubrimiento de América se elaboraba sin tomates ni pimientos. Más tarde se introdujo al plato, primero los pimientos y por último los tomates. 
A los Ajos, también se les llama Gazpachos, según la zona. 
Se les llama también Ajo Viñero, porque se solían hacer en las viñas en épocas de vendimias, dentro de las gañanías.
Habitualmente se comía solo sin acompañamientos, pero en días de fiestas o casas más pudientes, se les acompañaba con pimientos, huevos, rábanos, espárragos, chorizo, etc...
Si los ingredientes se calentaban juntos, ya pasa a denominarse sopas.
Era un plato de supervivencia, de cocina pobre, que debía llenar los estómagos, lo que se conseguía echandole más agua, para así hacer mayor cantidad y poder comer toda la familia.
El Ajo, se elabora en lebrillo de arcilla blanca de Lebrija o dornillo de madera de olivo o castaño.
Lo tradicional es comerlo en grupo de amigos o en familia, con "cucharón y paso atrás".  
Cuando alguien tenía que ausentarse un momento de la comida, se alzaba la voz diciendo "BOLO" y clavando la maja o machacadera en el centro del Ajo, todos los comensales paraban de comer, hasta la vuelta de esta persona, y ya entonces poder seguir comiendo.
Para más información sobre este tema, podéis visitar el blog Cádiz Gusta
María Jesús Ruiz , impartió este taller, en donde elaboró un AJO JEREZANO o AJO VIÑERO (receta de su abuelo, gitano, arrumbaor y anarquista) delante de los "alumnos" inscritos a dicho taller. Seguidamente nos lo comimos y lo acompañamos con una degustación de diferentes MOSTOS de San José del Valle, Estella y Chiclana.

Mientras, esperabamos el reposo del ajo abrigado, comenzamos a degustar los tres tipos de mostos que habían sido seleccionados para la ocasión.
Mosto de Cristóbal (hijo de Nicolás)-Estella del Marquez- Jerez de la Fra.
Mosto Hacienda La Parrilla- de San José del Valle
Mosto de Chiclana- Bodegas Primitivo Collantes

MOSTO DE CRISTÓBAL ESTELLA DEL MARQUEZ (JEREZ)
Mosto del año, de una de las zonas más particulares del Marco, como es Estella, con 12º naturales, de color amarillo miel, con aromas punzantes y con toque ácido, en boca, donde despuntan todas las características de un futuro fino.
MOSTO DE SAN JOSÉ DEL VALLE- HACIENDA LA PARRILLA
Mosto de uva 50% palomino y 50% Pedro Ximénez, con 12 º fermentado en depósito de acero inoxidable. De color amarillo pálido, en nariz destaca ese punto de abocado característico de PX, sin embargo en boca tiene ese punto de frescor y acidez que le otorga la palomino.
MOSTO DE CHICLANA- BODEGAS PRIMITIVO COLLANTES
Mosto del año de uva palomino 100% con 12º, que proviene de lo que será el futuro vino blanco Viña Matalián. Color amarillo pajizo, nariz con toques frutales, membrillo y albaricoques, en boca fresco y muy seco, con la particularidad de que este mosto está fermentando en barrica de madera de roble americano.
Una vez reposado el ajo caliente, María Jesús nos fué ofreciendo un cuenco para  poder degustarlo junto a los diferentes mostos.
Se elaboraron dos lebrillos de Ajo Caliente, uno con 4 ajos y el segundo con 7 dientes de ajos, para los que desearon probarlo con un sabor más intenso a ajo, pues esta receta, suele variar la cantidad de ingredientes, según los gustos de cada casa.
AJO CALIENTE O AJO VIÑERO
Ingredientes:
1 lebrillo de barro blanco de Lebrija
1 Machacadera o maja de madera
1 Telera de Pan blanco de campo de 2 K (Venta La Cueva) , asentado de 3 días mínimo, se utilizará 1y 1/2, porque se le retirará la corteza.
3 k.Tomates "rebelion" de Conil
3 Pimientos verdes italianos o cornicabra
4 dientes de Ajos
Sal
200-250 grs. de Aceite, el que admita
Preparación:
Escaldar los tomates, si el tomate tiene suficiente agua, no es necesario guardar el caldo.
Pelar y triturar los tomates, majarlos en mortero o en Thermomix velocidad 5, 10 segundos. Reservar.
En mortero aparte, o en el mismo lebrillo, majar los pimientos, ajos y sal. Una vez majado verter en el lebrillo.
Calentar el tomate y verter sobre el majado anterior. Añadir el pan cortado a pellizcos y majar todo. Si los tomates tienen bastante caldo no hace falta añadirle más líquido, pero si queda seco, agregar un poco de agua de escaldar los tomates. Añadir el aceite, poco a poco, e ir ligando bien con el mazo.
Tapar y dejar reposar unos 5 minutos, abrigado con una mantita o paño.

Acompañar con rabanitos, y tiras de pimientos asados y de huevo duro picado.
Al finalizar nos ofrecieron una bandeja de pestiños y roscos de vino.
Y aunque os parezca, por la foto, esto no fué ningun cuento chino.... hubo dos que se atrincheraron en la Tinoteca y pidieron repetir más Ajo y Mosto...Ay la exaltación del mosto!!!
¡¡¡Bandera Roja en la Tinoteca!!!
Para terminar os invito a leer este bonito relato, espero que os guste :O)

"El Rey y el ajo POR PACO DE LA ROSA.
Aquel año se volvió a perder el rey por los humedales de Doñana. Esta vez lo hizo adrede, incluso tuvo que dar severas órdenes para quitarse de encima el enjambre de moscones que componían su séquito. El pretexto fue unirse al grupo de batidores que iba en avanzadilla. Con la escopeta tronchada sobre el brazo, como una herramienta inútil, se fue alejando de unos y otros hasta hallarse en descampado. Consultó la hora en su reloj de bolsillo, se deshizo del sombrero, el arma, la canana. Tras calarse una gorra de tela fina, en mangas de camisa avanzó hacia la zona sur.
Las abundantes lluvias de los últimos meses habían dejado la tierra enfangada, la marisma hecha un mar, el mar una inmensa ría. Una vez vislumbrada en el horizonte la verde línea del Guadalquivir, la fue siguiendo hacia el este, hasta dar con uno de los embarcaderos. Doscientos metros más arriba esperaban varios hombres a caballo. Uno de ellos puso pie en tierra y se acercó con paso decidido. Los otros esperaron a que su Majestad hiciera una señal para alejarse a galope.
 El rey dio palmadas en el hombro del recién llegado y, con cierta sorna, le invitó a untarse las botas de barro:
— Trop élégant, mi querido Juan, demasiado brillantes para la ocasión…
— Oui, Majesté —repuso él inclinando su respetuosa calva.
— Y ahora lo que tienes que hacer es despabilar las orejas y no decir ni pío.
— Oui, Majesté.
Se trataba de Jean Hippolyte Lassauce, cocinero mayor de palacio, quien ignoraba las razones por las que Don Alfonso le había hecho venir hasta un lugar tan enfangado y poblado de bêtes.
Sofocados por la quemazón y las nubes de mosquitos, caminaron largamente rumbo a la desembocadura, hasta dar con una cabaña medio oculta entre árboles. Procurando no hacer ruido, se acercaron por detrás con los dientes secos y las ropas sudadas. Un hombre viejo trenzaba cuerdas sentado junto a la puerta. El familiar saludo de Don Alfonso le sacó del ensimismamiento haciéndole creer, por un instante, que se trataba de alguno de los guardas del coto que cada tres o cuatro días traían el pan. Después de observarles con aire atónito, pero educado, el cabañero se incorporó con más trabajo que lentitud.
— Ustedes dirán, señores, en qué les puedo servir.
— Verá -habló el rey sin saber muy bien por dónde empezar-, se acordará de que hace un año o dos, anduve por aquí perdido y usted me dio agua.
 
El viejo se quitó la gorra para rascarse la cabeza:
— Usted me perdone…, pero es que ya ando falto de memoria y no caigo. Pero si se han vuelto a descarriar, ahí tienen el búcaro, o sea, que echen los buches que quieran. El agua, desde luego, es de la fresca -dijo volviéndose a poner la gorra-. ¿Son los señores mayordomos, por un casual, o vienen acompañando la caza?
— Un poco de todo -repuso el rey irónico-, se hace lo que se puede… Pues, bien, resulta que me dio usted un poco de agua e incluso algo de comida.
— Algo de comida…, algo de comida… Algo me dice su cara. Pero, en fin, recuérdeme cómo le llaman, a ver si caigo.
— Me llaman Alfonso.
— ¡Hombre! Alfonso -repuso el viejo con entusiasmo-. O sea que es usted tocayo mío. ¿Y qué apellido lleva, si no es indiscreción?
 El rey dudó un instante mirando al cocinero, quien seguía con la boca abierta cada detalle de la conversación, ansioso de entender lo que se cocía.
— ¿Apellido?, pues… del Palacio. Eso es, me llaman Alfonso del Palacio.
— ¿Alfonso el del Palacio?… Pues, mire, sigo sin caer, me va a tener que perdonar. Pero tomen lo que se les ofrezca —dijo haciéndoles entrar—, están ustedes en su casa, bueno…, en su cabaña. Aparte del agua, ahí quedan un puñao de bellotas y una miaja de fruta y, si es preciso, les preparo una sobrehusa con acedías que me sobraron antié.
— No, sólo queremos un poco de agua y descansar de la caminata.
— ¡Ya! El asunto es que aquí no hay sillas, o sea, que se tendrán que acomodar en el suelo.
El rey y el cocinero echaron un trago del búcaro y se sentaron en cuclillas a examinar los detalles de la cabaña. Lo que más les llamó la atención fue una especie de hornillo que, junto a varios utensilios, en un rincón, hacían las veces de cocina. Aparte de eso, no había más nada allí dentro. Pasado un momento, el rey volvió a la carga:
— ¿Y qué tal vive usted aquí?
— ¿Aquí?, pues como un rey, mire. Pa qué le voy a mentir, como un rey. El oficio de cabañero es bastante tranquilo. Se pasa uno la vida sin ver a nadie, sólo los animales que se acercan a curiosear: algún espurgabuey, algún ciervo, algunos jabatillos… A veces hasta se ven pasar linces, pero de lejos. Son los bichos más prudentes que hay. Claro, que para eso son linces.
— ¿Y hace mucho que vive aquí?
— Pues, mire, ya van para veinte temporadas. Pero también viví de zagal. Mi madre me parió en ese rincón, donde está usted ahora. Mi padre era el cabañero por aquel entonces, pero lo arrecogió Dios sin comerlo ni beberlo. Era un hombre callao, de esos que se tragan los secretos. Cuando murió todo el mundo dijo: ha muerto una tumba. Entonces mi madre tuvo que pechar con toda la plebe y llevarnos a un huerto que tenía su hermana en los Montes de Gibalbín. Allí, menos mal, fuimos saliendo adelante. Nada más estuve en edad de ganarme la vida me puse a trabajar de gañán, al luego, de carrero y, ya de arrumbador, más de cuarenta años…
El rey no conocía el significado de la palabra arrumbador, pero prefirió no preguntarlo.
— …más de cuarenta años, que se dice muy pronto. Pero, bueno, como la vida da tantas vueltas, y algunas son vueltas de campana, ¿sabe usted?, pues tuve la suerte de que, en cuantito me quedé en la calle, porque ya no tenía resuello pa seguir en la bodega, encontré este apaño. Y aquí estoy, en el mismo sitio donde me parieron hace casi un siglo, haciendo el oficio de mi padre.
El rey, maravillado, siguió interrogándole:
 —¿Y no se aburre usted aquí tan solo?
—¿Y pa qué quiere usted que me aburra si eso no sirve pa na? Durante el día siempre hay faenas que hacer. En cuanto llega la fresquita pongo la caña en el río y me entretengo viendo cómo retozan los peces. Antes, cuando oscurecía, echaba un petate en ese rincón y descabezaba un sueñecillo. Si apretaba la calor y el aire se ponía picón, me enterraba en la arena con un saco por la cabeza, pa que no me comieran los mosquitos. Ahora, como se ve que la carne de uno tiene gusto a pellejo de tambor, pues ni se acercan, y como tampoco se acerca el sueño, pues se pasa uno la noche mirando p’arriba.
—¿P’arriba?
—Sí, p’arriba, mirusté, embobao con tanto cielo y tanto astro como hay ahí. Cavilando hasta dónde llegará el dichoso cielo, si tendrá remate, si tendrá alambrada pa marcar la linde. Y si tiene linde, qué habrá detrás de la linde. Y asín me dan las claras, con la pejiguera del cielo.
—¿Y después qué hace usted?
—Después me hago un ajo.
—¡Un ajo! —exclamó el rey pensativo—. Si mal no recuerdo, eso fue lo que me dio de comer el año que me perdí.
—Pero, bueno, usted, ¿qué pasa, que se pierde too los años?
El cocinero miró al rey de reojo, temiendo que tomase a mal la insolencia del viejo. Pero Don Alfonso soltó una de sus sonoras carcajadas y, acto seguido, le preguntó si hoy también tenía pensado hacer un ajo.
— Hoy no hay ajo, no hay avíos, por no quedar, no queda ni pan. Hoy haremos una sobrehusa con las acedías que sobraron antié.
 El rey dijo que si era un problema de avituallamiento estaba dispuesto a hacer llegar cuanto antes los ingredientes necesarios, ya que él y su acompañante preferían mil veces saborear aquel delicioso plato. Jean Hippolyte Lassauce, que en ese momento comprendió el capricho del monarca, ansioso de tomar cartas en el asunto, puso cara de ministro de negocios extranjeros y, después de intentar pronunciar, no sin dificultad, su primera frase, que pretendía ser: je vous en prie, queremos comer un ajo, obsequió al viejo con una sonrisa de racionamiento. Pero el cabañero no estaba para ajos ni para sonrisas:
— Haremos una sobrehusa con las acedías que sobraron antié.
— Bien, bien —abrevió Don Alfonso—, por nosotros no se moleste, nosotros con un poco de agua tenemos bastante.
— ¡Ustedes que se lo pierden! —añadió el viejo con un mohín.
— Lo que sí nos encantaría saber es cómo se prepara ese ajo, si no hay inconveniente.
— Hombre, inconveniente ninguno, si ustedes tienen la curiosidad, yo se lo digo en un periquete…
Jean Hippolyte Lassauce se apresuró a sacar la libreta donde tenía por costumbre anotar las recetas exóticas. Luego extrajo un lápiz de tinta del bolsillo interior de la chaquetilla y, tras llevárselo a la lengua para mojar la mina, dilató los labios intentando una sonrisa presque parfaite, atento a las palabras del viejo. Éste no se hizo esperar:
— Agarra usted el lebrillo y la machacaera y maja los cuatro avíos que lleva el ajo. Al luego lo llena to de migas de pan besao y, en cuantito le endiña el agua hirviendo, lo tapa y lo deja reposá, al luego lo maja otra vez y, a tapiñar se ha dicho.
 Jean Hippolyte Lassauce no tuvo tiempo de escribir ni una coma. El rey, que empezaba a perder la paciencia, volvió la mirada hacia él para darle a entender que apuntara absolutamente todo, con pelos y señales. Acto seguido informó al cabañero de que su amigo era extranjero, y algo torpe, y le costaba mucho entender, o sea, que había que explicarle las cosas como a un niño. Aunque, antes, necesitaba tener claro qué era eso del lebrillo y la machaca…
— La machacaera.
— ¡Eso!
— Pues verá usted —dijo el viejo acercándose al rincón de cocina—, un lebrillo es uno de estos tiestos que hacen en Lebrija (que por eso lleva el nombre) con arcilla de allí, que es la mejor y la más pura, amarillita, tirando a blanca. El lebrillo sirve pal gazpacho y pal ajo, porque es lo que le da el gusto a tierra. Si no hay lebrillo no hay ajo, no hay tierra. ¿Usted me entiende?
— Claro, claro.
— Y la machacaera es esta cachiporra que sirve pa machucar los avíos. ¿Se va haciendo cargo?
— Perfectamente.
— Pues, ya está, agarra el lebrillo y lo refriega por dentro con un diente de ajo pa que vaya asumiendo el gusto, que es lo suyo. Al luego pica un pimiento dentro, unos cuantos ajos más, un puñaíllo de comino, otro de sal y a machacar hasta que queden los avíos bien arrepistaos…
El cocinero, a quien le caían las gotas de sudor sobre el papel, le interrumpió un instante para preguntarle qué porcentaje de sal debía llevar exactamente.
— Su sal —repuso el viejo con cara de evidencia—, ni más ni menos que su sal. No se le vaya a ocurrir echarle más de la cuenta porque lo mata. En fin, que una vez to machucao, cuece usted unos tomates y se los suma dentro. Y a majá se ha dicho, apartando los pellejos del tomate, a majá y a endiñarle algún chorreoncillo de aceite. No hay más secreto. Al luego apaña una telera de pan besao, pero duro, y a pellizcos mismamente llena el lebrillo de migajones. Lo que no tiene que olvidarse es de dejar el agua de los tomates hirviendo en la candela pa echársela al final por lo alto. Entonces se tapa el lebrillo con un paño y, ya mismo, está el ajo a punto. Ya no hay más que esperar una mijita, quitarle el paño y revolverlo to con la machacaera. Que tiene usted medios pa comprar un choricito, pues lo compra y se lo pica dentro con unas tiras de pimientos asaos (entonces sí que está de rechupete). Y ni más ni menos. En eso consiste el ajo cabañero. Después hay otros ajos muy parecidos que por ahí llaman ajo de viña o ajo caliente, pero tienen otro sabor, aun llevando casi los mismos avíos son distintos, porque es que el ajo cabañero es el único que sabe a marisma. Usted me entiende, ¿verdad?
—¡Extraordinario! —exclamó el rey contento de haberse salido con la suya—, verdaderamente extraordinario. ¿Y todo eso quién lo ha inventado?
—Pues mirusté, eso se ha ido haciendo solo, con el tiempo, como los surcos de los ríos.
—¿Y cuándo tiene usted pensado hacer el próximo ajo?
—Eso ya se verá. Pero, bueno, si se pierde usted otro año y no me han sobrao acedías pa la sobrehusa, se viene por aquí y yo le hago un ajo cabañero.
—Muy amable —concluyó el rey poniéndose de pie junto al cocinero—, permítame que le ofrezca en agradecimiento un habano, que me queda en la petaca, para que se lo fume tranquilamente cualquiera de estas tardes con la fresquita. 
Y diciendo esto extrajo un enorme puro con anillo dorado, en forma de corona, y después de estrecharle la mano cordialmente se lo entregó. El cabañero quedó examinándolo con asombro y sonrisa desdentada. Jamás había visto un cigarro tan exorbitante.
— Demasiado grande este bicharraco pa apañármelo yo solo. Se lo agradezco, tocayo, pero, si a usted no le importa, me lo fumaré en otra vida.
 El rey Don Alfonso marchó satisfecho en compañía de su cocinero Jean Hyppolite Lassauce, convencido de que, de ahora en adelante, cada vez que le viniera en gana, saborearía en palacio el ajo cabañero. El viejo se volvió a sentar junto a la puerta de la cabaña, se ajustó la visera de la gorra, para que no le diera el sol en la cara, y siguió trenzando cuerdas."

2 comentarios:

María Jesús Ruiz dijo...

Muchas gracias a los Tubal, fue una jornada feliz, un abrazo

Cocinando al Potopó dijo...

Me ha encantado el reportaje, qué contrariedad no haber podido asistir.